
Y te vimos salir corriendo despavorida el día que supiste de tu muerte, por más que intentaste huir de ella, ocultarla, exiliarla, borrarla, ningunearla, la viste frente a frente. Nunca llegó, no apareció de súbito, lo sabes bien, siempre fue la fiel inquilina, la señora del departamento oscuro, sentada en una silla bordando una alfombra misteriosa, viéndote entrar y salir con amor de madre, con la paciencia de las abuelas. Cuántas veces le negaste la mirada al llegar a la casa, cuántas otras abriste paraguas en días soleados para no mirarla en su balcón, allá en el último piso, donde habitan también decenas de palomas, antenas de televisión, las estatuas de ángeles y demonios y también ángeles y demonios.
¿Para qué huir? Hoy ya lo sabes: deberías haberle tocado el timbre, te hubiera hecho pasar, podías haberle preguntado de todo, te lo hubiera contestado con dulzura mientras preparaba té, marraquetas tostadas y galletas de la suerte.
Hoy es tarde, lo sabes bien, mientras te tiene en sus brazos e intenta calmar tus lágrimas, las que brotan por todo lo que dejaste de hacer, por ese tiempo que perdiste corriendo despavorida.
Deja de llorar. A fin de cuentas ya nada importa porque no todo está perdido. ¿Escuchas el secreto que te susurra al oído?